Cada uno puede ser quien quiera ser, sólo hace falta desearlo…
Hace mucho tiempo que quería ir a Lisboa lo que nunca pensé es, que en la ciudad del Tejo encontraría lo que encontré.
Nada más pasar el puente del 25 de abril, me doy cuenta de que todo es diferente, un pequeño cuento mezcla de salitre y agua dulce. Detrás queda la explanada extremeña con sus paisajes de bellota y una pequeña parte de mí, escéptica y fría.
El aire es más denso y de camino a Cascais todo parece, si cabe, más bonito. La playa de Guincho está llena de surfistas que esperan olas, yo los observo desde la ventana de Os Muxaxos con una caipirinha en la mano y pienso en lo romántico de la escena. A mi lado, Marcelo, que ha aparecido en mi viaje de forma inesperada. Converso con él y me sorprendo de la versatilidad de las cosas, de lo diferentes que podemos ser cuando nos desprendemos de ciertas armaduras. Me doy cuenta que en Cascais las armaduras se oxidan, ponérselas es, por lo tanto, una pérdida de tiempo.
Tras una comida de nombres imposibles, bajamos a la playa. Marcelo se queda dormido y yo me voy a pelear con las olas en el frío atlántico, después duermo también. El hotelito de Cascais es pequeño, pero acogedor, tras descansar un poco del largo viaje, las olas y demás, nos fuimos a cenar a un sitio frente al puerto. La noche es tranquila, Marcelo está callado y le observo, tenerle cerca me provoca una sensación de bienestar muy agradable.
Al día siguiente vamos a pasear temprano por Lisboa, Marcelo se pierde con el coche por las calles empinadas de edificios desconchados, pero no me preocupa, no tengo prisa por llegar a ninguna parte en concreto. Llegamos a la Plaça del Comercio y aparcamos el coche, para sumergirnos en un día largo, intenso y bastante alcohólico. Tras una primera caña en un bar de mala muerte en la rua San Joan, decidimos adentrarnos en la imposible geografía lisboeta. Una caña en Chiado y nos bajamos a Rossio a tomar más cañas y empezar a liarla un poco en la embriaguez de la urbe contradictoria. Comimos en un pequeño sitio cerca de Rossio, muy rico y barato, aunque empezaba a notarse las varias cañas de la mañana. Tras la comida subimos en tranvía hasta el barrio alto, Marcelo tiene los ojos muy verdes y siento que le quiero, que le quiero muchísimo. Ya en el barrio alto nos perdemos por las calles de colores destartalados y la calzada imposible de piedras descolocadas. La pérdida fue fructífera, ya que terminamos en un pequeño quiosco genial de caipirinhas peligrosas y vistas increíbles. La gente es totalmente heterogénea, me encanta, rastas, negratas, maleantes, princesas, gente de aquí de allá…empiezo a entrar en un estado de inconsciencia narrativa que me despoja de lo poco que quedaba de mi yo geométrico y racional, me convierto en un elemento más de esta ciudad, que se cae, que se deshace de forma bella y armónica.
Hace mucho tiempo que quería ir a Lisboa lo que nunca pensé es, que en la ciudad del Tejo encontraría lo que encontré.
Nada más pasar el puente del 25 de abril, me doy cuenta de que todo es diferente, un pequeño cuento mezcla de salitre y agua dulce. Detrás queda la explanada extremeña con sus paisajes de bellota y una pequeña parte de mí, escéptica y fría.
El aire es más denso y de camino a Cascais todo parece, si cabe, más bonito. La playa de Guincho está llena de surfistas que esperan olas, yo los observo desde la ventana de Os Muxaxos con una caipirinha en la mano y pienso en lo romántico de la escena. A mi lado, Marcelo, que ha aparecido en mi viaje de forma inesperada. Converso con él y me sorprendo de la versatilidad de las cosas, de lo diferentes que podemos ser cuando nos desprendemos de ciertas armaduras. Me doy cuenta que en Cascais las armaduras se oxidan, ponérselas es, por lo tanto, una pérdida de tiempo.
Tras una comida de nombres imposibles, bajamos a la playa. Marcelo se queda dormido y yo me voy a pelear con las olas en el frío atlántico, después duermo también. El hotelito de Cascais es pequeño, pero acogedor, tras descansar un poco del largo viaje, las olas y demás, nos fuimos a cenar a un sitio frente al puerto. La noche es tranquila, Marcelo está callado y le observo, tenerle cerca me provoca una sensación de bienestar muy agradable.
Al día siguiente vamos a pasear temprano por Lisboa, Marcelo se pierde con el coche por las calles empinadas de edificios desconchados, pero no me preocupa, no tengo prisa por llegar a ninguna parte en concreto. Llegamos a la Plaça del Comercio y aparcamos el coche, para sumergirnos en un día largo, intenso y bastante alcohólico. Tras una primera caña en un bar de mala muerte en la rua San Joan, decidimos adentrarnos en la imposible geografía lisboeta. Una caña en Chiado y nos bajamos a Rossio a tomar más cañas y empezar a liarla un poco en la embriaguez de la urbe contradictoria. Comimos en un pequeño sitio cerca de Rossio, muy rico y barato, aunque empezaba a notarse las varias cañas de la mañana. Tras la comida subimos en tranvía hasta el barrio alto, Marcelo tiene los ojos muy verdes y siento que le quiero, que le quiero muchísimo. Ya en el barrio alto nos perdemos por las calles de colores destartalados y la calzada imposible de piedras descolocadas. La pérdida fue fructífera, ya que terminamos en un pequeño quiosco genial de caipirinhas peligrosas y vistas increíbles. La gente es totalmente heterogénea, me encanta, rastas, negratas, maleantes, princesas, gente de aquí de allá…empiezo a entrar en un estado de inconsciencia narrativa que me despoja de lo poco que quedaba de mi yo geométrico y racional, me convierto en un elemento más de esta ciudad, que se cae, que se deshace de forma bella y armónica.
La tarde se va convirtiendo en noche y nos adentramos en la rua de la Rosa que empieza a estar llena de gente. Nuestros pasos, armónicos y destartalados en sintonía con el barrio, nos llevan a un pequeño local donde una caipirha más me traslada a un pequeño pueblo en lo más recóndito del país luso.
Marcelo me habla de lo que hace, de su trabajo entre los pescadores, de su visita a Lisboa y su intención de quedarse allí por una larga temporada. Me enamoro de Marcelo, perdidamente, total, se que en algún momento tendré que volver y todo volverá a ser como era. Vamos al gordo y nos sentamos en las escaleras y un viento frío me devuelve a la realidad de la que me había desprendido. Desprotegida y helada miro a la persona que tengo al lado, no entiendo lo que me dice, pero hago un esfuerzo. Me doy cuenta que sólo yo soy capaz de abstraerme tanto, no culpo a nadie, quiero a la persona que tengo al lado, no me hace falta ponerle una etiqueta, las etiquetas son peligrosas y nos marcan, no nos dejan libertad para sentir cosas, parece que si no tengo etiquetado el momento, sentir lo que siento está fuera de lugar, pero lo siento y no me importa.
Corro por las piedras huyendo de algo conocido y cuando casi decido volver a ponerme el escudo de acero inoxidable y volver al lugar de donde me fui, decido darme media vuelta y esforzarme por entender la bipolaridad de ciertas situaciones.
Ya no se si Marcelo está, pero voy en su búsqueda, se que él es la parte dulce y desinhibida de alguien que conozco desde hace tiempo. Es alguien con el que comparto más cosas de las que nunca compartí con nadie y que me hace feliz, tanto, que a veces pienso que me quedaría en Lisboa con él para siempre. El conjunto, sin embargo, es complicado, con giros demasiado estrafalarios incluso para mí. Pena no poder quedarme sólo con esa parte.
Marcelo está sentado en la puerta de una casa inexistente, el barrio alto está lleno de números, cada muro, cada ventana, tiene su propia identidad parcelaria.
Bajamos hacia el coche, Marcelo está mareado. Al lado del coche, hay un pub irlandés con un grupo que toca una canción de U2, Whit or Without You. Me quedo apoyada en la puerta escuchando, mientras Marcelo habla con los lugareños. Cuando salgo Marcelo se encuentra mal y decido llevármelo a Cascais.
Al día siguiente vamos a Sintra, el camino es precioso, sobretodo el que sube al Palacio Da Pena. El parque y el Palacio, todo es un cuento.
Tras Sintra nos vamos a Azalenhas Do Mar y comemos en 2 piscinas, después de un episodio bastante surrealista con perros y todo. Dos piscinas está sobre una pequeña playa, pienso que podríamos estar en cualquier parte, el sitio es genial.
Vamos a Lisboa y nos hospedamos en una pequeña pensión al lado de la plaza de Rossio. Esa noche cenamos en Chapitô, después de tantas recomendaciones no podía no ir.
Noche de repetición en el barrio alto, con menos gente y menos alcohol que la noche anterior. Me gustó mucho un sitio que se llama Favela Chic. El barrio está bastante vacío, nos metemos en un antro asqueroso y una chica me saca a bailar, en Lisboa nada es lo que parece y las chicas se convierten, sin previo aviso, en pequeños rastafaris babosos.
En la pensión me vuelvo un poco loca, se que queda poco tiempo, mañana volveré a Madrid, atrás quedará Marcelo y una parte de mí.
Al día siguiente paseamos por Lisboa, lo justo. Subimos en un tranvía y llegamos a un parque extraño donde conviven palomas, gallos y pavos reales.
De bajada a Rossio me intento empapar de todo, para que se me quede en los ojos para siempre. Observo las calles imposibles, los colores, los azulejos, las ventanas destruidas, los desconchones, todo. Miro a Marcelo y le abrazo, le miro como a los azulejos, los colores, los desconchones, ya forma parte del cuento salidulce lisboeta. Me despido de él en silencio.
Ya estoy de vuelta a mi casa, pasado el puente 25 de abril, vuelven las explanadas extremeñas con sus bellotas, el aire se vuelve más ligero y seco, ya no es corrosivo. Noto como vuelve a mí la armadura, fuera del Tejo ya todo es como antes.
Un sentimiento de infinitos se pierde en la carretera y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Corro por las piedras huyendo de algo conocido y cuando casi decido volver a ponerme el escudo de acero inoxidable y volver al lugar de donde me fui, decido darme media vuelta y esforzarme por entender la bipolaridad de ciertas situaciones.
Ya no se si Marcelo está, pero voy en su búsqueda, se que él es la parte dulce y desinhibida de alguien que conozco desde hace tiempo. Es alguien con el que comparto más cosas de las que nunca compartí con nadie y que me hace feliz, tanto, que a veces pienso que me quedaría en Lisboa con él para siempre. El conjunto, sin embargo, es complicado, con giros demasiado estrafalarios incluso para mí. Pena no poder quedarme sólo con esa parte.
Marcelo está sentado en la puerta de una casa inexistente, el barrio alto está lleno de números, cada muro, cada ventana, tiene su propia identidad parcelaria.
Bajamos hacia el coche, Marcelo está mareado. Al lado del coche, hay un pub irlandés con un grupo que toca una canción de U2, Whit or Without You. Me quedo apoyada en la puerta escuchando, mientras Marcelo habla con los lugareños. Cuando salgo Marcelo se encuentra mal y decido llevármelo a Cascais.
Al día siguiente vamos a Sintra, el camino es precioso, sobretodo el que sube al Palacio Da Pena. El parque y el Palacio, todo es un cuento.
Tras Sintra nos vamos a Azalenhas Do Mar y comemos en 2 piscinas, después de un episodio bastante surrealista con perros y todo. Dos piscinas está sobre una pequeña playa, pienso que podríamos estar en cualquier parte, el sitio es genial.
Vamos a Lisboa y nos hospedamos en una pequeña pensión al lado de la plaza de Rossio. Esa noche cenamos en Chapitô, después de tantas recomendaciones no podía no ir.
Noche de repetición en el barrio alto, con menos gente y menos alcohol que la noche anterior. Me gustó mucho un sitio que se llama Favela Chic. El barrio está bastante vacío, nos metemos en un antro asqueroso y una chica me saca a bailar, en Lisboa nada es lo que parece y las chicas se convierten, sin previo aviso, en pequeños rastafaris babosos.
En la pensión me vuelvo un poco loca, se que queda poco tiempo, mañana volveré a Madrid, atrás quedará Marcelo y una parte de mí.
Al día siguiente paseamos por Lisboa, lo justo. Subimos en un tranvía y llegamos a un parque extraño donde conviven palomas, gallos y pavos reales.
De bajada a Rossio me intento empapar de todo, para que se me quede en los ojos para siempre. Observo las calles imposibles, los colores, los azulejos, las ventanas destruidas, los desconchones, todo. Miro a Marcelo y le abrazo, le miro como a los azulejos, los colores, los desconchones, ya forma parte del cuento salidulce lisboeta. Me despido de él en silencio.
Ya estoy de vuelta a mi casa, pasado el puente 25 de abril, vuelven las explanadas extremeñas con sus bellotas, el aire se vuelve más ligero y seco, ya no es corrosivo. Noto como vuelve a mí la armadura, fuera del Tejo ya todo es como antes.
Un sentimiento de infinitos se pierde en la carretera y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Lisboa es como los sueños, lleno de cosas imposibles, de colores, de olores y palabras bonitas.
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