¿Quién no ha cogido alguna vez una caracola y se la ha puesto en la oreja para intentar escuchar el mar?
Cuando era pequeña, y no tanto, pensaba que las caracolas, tras muchos años conviviendo con el mar, terminaban encerrando en su interior un poco de su música. Imaginaba que el mar, de alguna forma, había hecho un pacto con las caracolas para que ellas recordaran al mundo su sonido, si alguna vez él desaparecía.
Paseando por este Madrid de asfalto y poco tiempo, para según que sueños, me encontré a un hombre caracola. Los hombres caracola no abundan por esta urbe, encontrar a uno invita a cerrar los ojos y escuchar, soñar un rato y viajar a mares lejanos y extintos hace miles, millones de años. El trayecto puede durar mucho o poco, por eso, lo que dure hay que disfrutarlo. Los hombres caracola son seres muy celosos de su tesoro y no lo comparten con cualquiera, les gusta el silencio y eligen cuando dejarse acariciar por el ruido, saben lo que es vivir escuchando su propio sonido y disfrutan de ello.
Yo encontré a un hombre caracola, fue cuando todo era azul, salado y mudo, lo encontré y me paré a escuchar su secreto. De repente, todo tenía sentido, de repente, todo se llenó de mar.
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